La guerra es una amenaza y un peligro inminente para la supervivencia del planeta Tierra
En mi reciente libro, El crimen de la guerra, planteo que, aunque alguna vez lo fuera, la guerra ya no es una manera viable para solucionar las diferencias entre distintas naciones, regiones, facciones y sistemas políticos. Existen múltiples razones por las cuales el mundo debería comenzar a ver la guerra por lo que es —un crimen de lesa humanidad— y buscar la manera de prevenirla y prohibirla en todo el planeta, procesando judicialmente a sus autores, caiga quien caiga. Entre otros factores, se ha invertido la proporción de muertes civiles versus muertes militares registrada en las guerras antiguas. Antes el índice medio era una muerte civil por cada nueve muertes militares (que aun así representaba una proporción bastante alta de “daño colateral”), mientras que hoy, el reparto es, promedio, nueve civiles por cada combatiente.
Además, siempre yace latente la posibilidad de una extensión de cualquier conflicto a regiones y países vecinos y así —con intervención de las grandes potencias— más allá, hasta generar una guerra en gran escala, con la amenaza que eso significa para el mundo entero en la Era Nuclear.
Sin embargo, la razón más contundente para cambiar nuestra mentalidad y no aceptar más la guerra como “herramienta política viable” es el siguiente dato: En la última década, dos millones de niños (muchos de ellos menores de diez años) han muerto en el mundo como resultado de los más de treinta conflictos armados que se disputan actualmente. Según la Cruz Roja Internacional, otros 12 millones han sido heridos o mutilados. Para poner estas cifras en perspectiva, son 1,4 millones de niños por año muertos o heridos en los combates que se libran alrededor del planeta. Como punto de comparación, en la década entera que se combatió en Vietnam las bajas totales entre las tropas norteamericanas sumaron 58.209 muertos y 153 mil heridos —cifras que, sin duda, empalidecen al lado de la masacre que están sufriendo a diario (unos 3.835 chicos por día muertos o heridos) los pequeños inocentes del mundo-.
A la luz de semejantes datos, debe quedar claro —para cualquier persona cuerda, al menos— que la guerra ha cambiado de maneras no solo tan específicas, sino también tan espeluznantes, que todos los hombres y mujeres de bien en el mundo hoy deberían estar, en este preciso momento, encarnando el compromiso de hacer todo lo que esté a su alcance para efectuar ese cambio de mentalidad y para instaurar, a nivel general y global, una visión de la guerra como crimen de lesa humanidad, y como procesable y punible por medio de instituciones creadas a tal fin, como la Corte Penal Internacional (CPI).
La naturaleza de la guerra ha venido modificándose desde la Segunda Guerra Mundial en adelante. El horror de esa conflagración global, en la cual murieron más de 60 millones de personas, muchas de ellas civiles víctimas de bombardeos indiscriminados, marcó un nuevo rumbo hacia un mundo cada vez más salvaje en el cual ya se desdibujaban las reglas de las antiguas guerras —que enfrentaban a dos o más ejércitos en un campo de batalla más o menos delimitado, y en las cuales el “daño colateral” era menos de un civil muerto por cada diez combatientes que perdían la vida-. No existe hecho alguno más indicativo de esa tendencia hacia un salvajismo mayor que la decisión del entonces presidente de EE.UU., Harry S. Truman, de arrojar dos bombas nucleares sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, matando en un abrir y cerrar de ojos a decenas de miles de hombres, mujeres y niños civiles inocentes, en un verdadero acto de exterminio, con la excusa de terminar más rápido la guerra y “salvar vidas norteamericanas.”
Es verdad que desde ese momento tan trágico y tremendo en la historia humana, se ha realizado un esfuerzo común y universal para evitar —principalmente, a través de la Organización de las Naciones Unidas, que naciera como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y sus devastadores efectos— otra conflagración a escala global. Claramente, las potencias más grandes se dieron cuenta en algún momento, después de que Washington se atreviera a utilizar armas de destrucción masiva por primera vez en el mundo, que lo que estaba en juego en una tercera guerra mundial era nada menos que la supervivencia misma de la raza humana.
Sin embargo, en lugar de aprovechar el envión dado hacia la paz que significaba la fundación de la ONU y el fin del peor conflicto de la historia, como para iniciar una búsqueda seria de la paz universal, en que los países líderes usaran su poder para garantizar la paz y promover soluciones pacíficas a diferencias regionales, las grandes potencias han optado por tomar parte en una interminable serie de enfrentamientos armados geopolíticamente limitados, pero que, asimismo, hacen al posicionamiento geopolítico de esos países más poderosos, quienes, por tal razón, apoyan ya sea a un beligerante o a otro. En el mejor de los casos, los principales actores en el escenario global han ignorado, directamente, algunos conflictos en los que no se han percatado de obtener ventaja propia alguna, no interviniendo a favor de un lado o del otro, pero tampoco utilizando sus resortes políticos, diplomáticos o militares como para apaciguar los ánimos y llevar a los beligerantes a la mesa de negociaciones y a la firma de tratados de paz.
Peor aún, las industrias bélicas de los países líderes del mundo deben cargar con la culpa por el escalamiento de dichos atentados contra la paz mundial perpetrados en casi todas partes del mundo durante los años de la posguerra y hasta el presente inclusive, ya que, aun cuando sus gobiernos a veces ha instado a la búsqueda de soluciones pacíficas, sus fabricantes (y traficantes) de armas, frecuentemente en confabulación con los mismos gobernantes, han provisto a las partes en pugna de abundantes armas de guerra baratas, potentes y sofisticadas. No pareciera ser una mera casualidad que, de los seis mayores exportadores de armas en el mundo, cinco son los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, que deciden sobre el uso de la fuerza y las operaciones de paz en todo el mundo, además de tener, cada uno, poder de veto sobre cualquier resolución presentada por el resto de las naciones de la Asamblea General. Ellos, entonces, son clave en la búsqueda de una paz mundial duradera.
Los amenazantes cambios en la forma de hacer la guerra no surgen solamente del hecho de que vivamos en un mundo cada vez menos sensible, menos ético, y menos respetuoso de las buenas costumbres y del derecho como marco para una sociedad civilizada —aunque estos son, sin duda, relevantes factores contribuyentes al caos y a la violencia que estamos experimentando— sino también que la naturaleza misma de las guerras ha mutado en algo sin, para nada, características tan claras como antes: La treintena de guerras que hoy impactan sobre la humanidad alrededor del mundo son étnicas, regionales, internas y/o revolucionarias en contra de los regímenes a cargo en los países en pugna. Pocas veces son entre estados, o, por lo menos, solamente entre estados, sino que, además, involucran a guerrilleros o terroristas que aportan combatientes irregulares. Entremezclan el encono y el resentimiento con el racismo y el fundamentalismo. Conducen tropas militares contra movimientos clandestinos que se mezclan con las poblaciones civiles y células armadas de combatientes que ocupan viviendas en zonas residenciales. Son factores que extraen el combate de los sitios tradicionales y lo introducen en los lugares donde armar una batalla garantiza más muertes civiles que militares, y que significan, además, la destrucción de la infraestructura y de las viviendas de la gente común, generando la urgente necesidad de estas personas de huir, convirtiéndose del día a la noche en “refugiados”.
Pero por esta nueva naturaleza de las guerras, tampoco las muertes civiles resultan siempre accidentales. Al contrario, se da una tendencia cada vez mayor a definir directamente a los civiles como blancos de la acción bélica —tendencia que, en muchos casos, se orienta específicamente hacia las mujeres y los niños-. En Siria, la guerra más mediática del momento, por ejemplo, han habido frecuentes ataques de francotiradores contra mujeres y chicos que andan por las calles, además de bombardeos intencionales de colegios y hospitales.
Los niños en zonas que han quedado en manos de los rebeldes han sufrido, además, las consecuencias de una política del gobierno de Bashar Hafez al-Assad de no dejar pasar ayuda humanitaria alguna destinada a ellos —inclusive, de “no dejar pasar un bocado” de alimento-. Desde que comenzara la guerra civil de Siria en 2011, han muerto más de 7.000 niños por causa de la misma, más de 1.600 menores de diez años. Los que han tenido la “suerte” de escapar del caos en su país, viven como refugiados en países limítrofes. En este momento, los niños refugiados sirios suman más de un millón y son más de la mitad del total de refugiados de ese país.
Para cualquier persona que no esté al tanto de la realidad de los “refugiados” de guerra en el mundo, la palabra puede traer imágenes de gente abrigada y cuidada por buenos samaritanos en países amigos, pero, según UNICEF (Fondo de las Naciones Unidos para los Niños), para los desplazados de Siria, la palabra “refugiado” resulta bastante tramposa. Y agrega que los niños son los más vulnerables en los campos de refugiados, siendo, frecuentemente, explotados como mendigos o abusados sexualmente. Tampoco se encuentran particularmente bienvenidos en los países a donde han tenido que recurrir, dado que, hoy por hoy, uno en cada diez sirios vive como refugiado, y en Líbano, por ejemplo, uno de cada cuatro habitantes es refugiado sirio. En Egipto, donde existen unos 125 mil refugiados, algunos han sido arrestados y deportados masivamente a su propio país, a pesar de peticiones internacionales al Cairo solicitando clemencia para ellos. Además de los más de 2 millones de refugiados sirios en otros países, existen asimismo otros 4 millones, la mitad de ellos niños, desplazados dentro de su propio país. Y este es un patrón que se repite en otras guerras actuales.
Según la ONG Children and War (www.childrenandwar.org) más de mil millones de niños —o la sexta parte de la población del planeta entero— viven actualmente en zonas de conflicto armado, o en áreas que están emergiendo de un estado de guerra.
Children and War cita al ya famoso estudio realizado para la ONU por la política y humanitaria mozambiqueña (y tercera esposa del líder sudafricano Nelson Mandela) Graça Machel, al decir que actualmente existen más de 18 millones de niños refugiados o desplazados de sus hogares, y que más de 500 millones están siendo afectados anualmente por la violencia masiva.
Pero este masivo atentado contra la inocencia no termina con bombardeos, francotiradores, exilios tanto internos como externos, déspotas varios, terrorismo y hambruna. Existen niños en muchas partes del mundo que hoy están sufriendo también el trauma y la indignidad de ser esclavizados y forzados a prestar servicio en ejércitos tanto regulares como irregulares. Al principio esta práctica se limitaba, más que nada, al África Central (siendo el ejemplo más conocido, el del prófugo líder rebelde ugandés Joseph Kony, formalmente acusado por la Corte Penal Internacional de utilizar a niños y niñas africanas en sus grupos de combate no sólo como tropas armadas, sino también como personal no combatiente para realizar trabajos forzados y como objetos sexuales para el uso de sus hombres). Sin embargo, y según UNICEF, en la actualidad, “niños soldados” están participando ya en la gran mayoría de los más de treinta conflictos armados alrededor del mundo, en lo que se ve como una tendencia creciente y harto común. Suman al menos 300.000, de acuerdo con estimaciones publicadas por la ONU, la cantidad de niños soldados de entre 10 años (o menos) y 17 que se encuentran tomando parte en combates en distintas partes del planeta. Entre ellos, las “niñas soldadas” constituyen hasta el 30 por ciento del total de menores reclutados, y son las más vulnerables al abuso sexual tanto entre las filas en las que sirven como cuando son capturadas por bandos contrarios.
Por desgracia, estas tendencias no son cuestiones “del momento” productos de estados de “emergencia bélica”. Como bien han advertido autoridades del UNICEF, “Definir la guerra como emergencia es demasiado optimista (porque) sugiere que ésta finalizará. La guerra, por lo contrario, es crónica.”
En su informe para la ONU, Graça Machel advierte que, para los niños en guerra, “la violencia física, sexual y emocional a la que están expuestos destroza su mundo. La guerra socava los fundamentos mismos de la vida de los niños, destruyendo su hogar, dividiendo sus comunidades y mermando su confianza en los adultos”.
Según ella, “Curamos a los heridos de bala y metralla, proporcionamos prótesis a las víctimas de las minas, damos abrigo a los desplazados y los refugiados de los conflictos actuales, pero ¿cómo podemos ayudar a los más vulnerables y los menos capaces de afrontar los efectos nutricionales, medioambientales, emocionales y psicológicos de los conflictos?”
Existen organizaciones que intentan mitigar esos daños; entre ellas, el mismo UNICEF y la Cruz Roja que tienen programas especiales para brindar ayuda, refugio y terapia física y psicológica a “los chicos de la guerra”. Pero hay otros también, con misiones más específicas, como Invisible Children (www.invisiblechildren.com), que comenzó trabajando en Uganda y después extendió su alcance a otras partes del África Central, no sólo intentando recuperar a los niños soldados de la zona, sino también creando galardonadas películas documentales sobre el problema y armando una intensa campaña para encontrar al nefasto líder rebelde Joseph Kony, desmantelar su organización y ponerlo a disposición de la justicia internacional; o como Children and War, con sede en Bergen, Noruega, fundado por el Centro para la Psicología de Crisis de ese país y el Instituto de Psiquiatría de Londres, que se dedica a la detección y tratamiento de menores en crisis provenientes de zonas de conflicto en todo el mundo; o como War Child International que ha liderado proyectos en zonas bélicas tales como Afganistán, Burundi, Chechenia, Colombia, Congo, Etiopía, Irak, Israel, Kósovo, Liberia, Sierra Leone, Sri Lanka y Gaza para proteger, educar y proveer justicia a jóvenes víctimas de la violencia masiva, además de brindarles capacitación y apoyo psicológico.
El trabajo que realizan estos y muchos otros grupos dedicados a la ayuda humanitaria en general y a la protección de los niños en particular es intenso, puntual, sumamente necesario, tristemente insuficiente y absolutamente admirable. Pero no es la solución definitiva al problema perenne de la guerra y sus efectos sobre la sociedad toda y su futuro. La solución reside en la creación de una nueva conciencia, una nueva filosofía, un profundo cambio de actitud desde la base de la pirámide humana hasta el pináculo del liderazgo, que nos permita aceptar, de una vez por todas, que la guerra no sólo no es viable ya, sino que es, y siempre fue, un crimen de lesa humanidad que amenaza cada vez más con destruirnos como naciones, como sociedad mundial, y, eventualmente, como especie.
En este sentido, tan importante como las obras humanitarias que mencionamos —entre muchísimas otras— son los incipientes esfuerzos por expandir, masivamente, las obras de famosos pioneros como la célebre educadora Maria Montessori, en materia de educación para la paz. Una propuesta innovadora, que apunta directamente a crear conciencia para comenzar a construir la paz del futuro es la de la Feria de Núremberg, cuyo propósito es fomentar la educación para la paz, llevándola a 500 millones de jóvenes escolares en la próxima década. La Feria de Núremberg propone difundir la educación para la paz y la justicia a través del reconocimiento de centenares de docentes que se dedican a la misma en todo el mundo, incentivándolos a presentar sus métodos y reultados en una competencia anual a través de la cual las diez propuestas más originales serán premiadas e internacionalmente difundidas. La primera edición de esta experiencia está prevista para agosto de 2014.
Hoy, antes de que sea demasiado tarde para salvar al mundo, se necesitan cientos, miles, de iniciativas de toda especie para crear una nueva conciencia pacifista en el mundo, para que las futuras generaciones puedan “desglorificar” la guerra, quitándole su actual máscara de legitimidad y calificándola como crimen de lesa humanidad. Por de pronto, aún las grandes naciones que se autoidentifican como justas, civilizadas y democráticas, seguirán violando, como lo hacen hoy mediante sus acciones bélicas, los derechos más elementales de cientos de miles de víctimas inocentes, y, sobre todo, de los miembros más preciosos y más desprotegidos de la población mundial: los chicos.
Roberto Vivo para @Deja Fluir
Roberto Vivo Cháneton nació en Montevideo, Uruguay, el 4 de julio de 1953. EVive en Buenos Aires, Argentina y visita permanentemente los Estados Unidos y distintos países de América Latina, Europa y Asia. Es licenciado en Administración de Empresas y realizó cursos de postgrado en macroeconomía y otros estudios relacionados con el mundo de los negocios. Ha sido fundador y directivo de empresas de obras públicas, de la industria pesquera, agrícola, inmobiliaria, de telecomunicaciones y de Internet. Actualmente es CEO & Chairman de una empresa de medios de comunicación de alcance global. Es Vicepresidente Primero del Consejo de Dirección de la Universidad Torcuato Di Tella. Ha escrito “Negocios en Red, el Management de la Nueva Economía” (Editorial Norma, Buenos Aires, 2001), numerosos artículos sobre temas empresariales y “Breve Historia de las Religiones del Mundo” , que procura repasar la historia de la humanidad –lógicamente en una versión sintética y simplificada-, en clave religiosa. El mismo puede leerse como introductorio al que ahora estamos publicando.